Abuelas

Mis abuelas estuvieron a un tris de la muerte siendo muy niñas. La materna, Tere, que pasó sus primeros años en una islita africana, fue la pionera europea superviviente a la picadura de la mosca tsé-tsé. Marisa, la paterna, fue bombardeada, afortunadamente sin éxito, por la aviación alemana cuando su madre la llevaba en brazos por las calles de Guadix. Que yo esté escribiendo estas líneas es purito milagro.

Eran tiempos en los que se hacían las novelas del futuro, los primeros compases del siglo XX. Me contó mi abuela Tere que su padre se paseaba por las callejas del viejo Madrid en una bicicleta con un mono al hombro. La abuela Marisa recuerda como algo de otra vida cuando a su padre, dueño de la fábrica de harina de Guadix, lo secuestraron durante la Guerra los anarquistas y socialistas venidos del Levante, y cómo sus propios trabajadores le salvaron la vida.

Si algo en común tenían mis bisabuelos Juan José (materno) y Luis (paterno), según me ha llegado, es que eran dos hombres buenos y con propiedades. Juan José fue un aventurero y soñador que heredó unas tierras en la isla de Fernando Poo (hoy día Bioko, Guinea Ecuatorial), que por entonces pertenecía al ya moribundo Imperio Español. A su cargo, en supuesto régimen de semiesclavitud, tenía un grupo de negros, los bubis: holgazanes y jaraneros, que le trabajaban la tierra. Aunque, dada la mano blanda del bisabuelo, se pasaban más tiempo de cachondeo que trabajando. Se casó con mi bisabuela, Concha, por poderes (hoy sería como hacerlo por Skype): Él en la isla, y ella, en Madrid.

Como decía, al poco de nacer mi abuela, la llevaron en barco, lo que era una odisea de tres semanas, hasta Fernando Poo. Allí le picó la dichosa mosca tsé-tsé que la dejó en coma por la conocida como enfermedad del sueño…, de la que muy pocos despertaban. Ella, milagrosamente, lo hizo a las dos semanas. Lo dicho, la primera europea que lo superó. O eso cuenta ella.

De la isla colonial se volvieron pronto a Jerez de la Frontera, donde se asentó la familia. Pero, como souvenir, el genial excéntrico de mi bisabuelo se trajo una mona. La mona vivió un tiempo con ellos en su casa de la calle de Las Naranjas. Situada en el balcón, hacía las delicias de los jerezanos, que se paraban a hacerle monerías. Una vez en Feria la vistieron de sevillana.

Por la otra rama familiar, el bisabuelo Luis era el propietario y director de la fábrica de harina de Guadix; que por entonces era la empresa que más beneficio generaba de la zona. La cruenta Guerra les pilló a él y a su familia con las manos en la masa. Pronto el pueblo granadino fue tomado por el bando republicano; y expropiaron la fábrica a mi bisabuelo, que quedó en manos de los obreros. Unos trabajadores, que, por la bonhomía de su jefe, juraron defenderlo de las amenazas forasteras. «Don Luis, usté tranquilo, que con nosotros no le tocan un pelo». Pero fue inevitable que, tras un tiempo ejerciendo de chófer de los revolucionarios, los grupos anarquistas y socialistas levantiscos lo secuestraran, llevándoselo por los montes de Jabalacón, refugio penúltimo de bandoleros y maquis. Finalmente, la intercesión de uno de sus secuestradores (que estuvo a sus órdenes en la fábrica), le permitió escapar con vida hasta Granada, territorio nacional.

Mientras tanto, mi bisabuela Ascensión, su mujer, trató de huir con sus dos hijos a Murcia, donde residía su familia. Pero no sin antes pasar por el fatídico y milagroso episodio del bombardeo: Por el motivo que fuere, andaba ella en la calle con mi abuela en brazos, un bebé, cuando quedó oculto el sol por el vuelo del bombardero de la Legión Cóndor, que atacaba indiscriminadamente a la población accitana. Mi bisabuela corría sin mirar al cielo, rezando, mientras estallaban las bombas a izquierda, derecha, adelante y atrás. Por fin, encontró una covacha donde guarecerse del planeo asesino del pajarraco ferrugiento. Ya en su vejez, cuando tuvimos la suerte de conocerla sus bisnietos, se arremangaba un poquito la falda para enseñarnos los estigmas de la metralla en sus pantorrillas.

(…)

A qué periodista no le han preguntado por su entrevista soñada. Yo, lo tengo claro: a mi abuela Tere y a mi abuela Marisa. Testigos últimos de un tiempo en que no mediaba una pantalla con la vida. Ni con la muerte.

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